San Blas by Pedro de Aguinaga
I asked my dear friend Pedro, a wonderful writer and a good illustrator, to write some articles for me in Spanish. This sweet piece tells about how his father used to plan the routes for their frequent trips to Mexico City and other parts of the country based on what kind of snacks and specialties they would enjoy along the way.
If you read Spanish, you’ll love Pedro’s piece. For those who don’t, Pedro’s map bring it all to life. I would not know how to even begin to translate or capture Pedro’s clever writing. I am sorry.
¿Dónde –o cuándo- empieza y dónde termina la cocina regional?
* Más de 50 años después Pedro Luis de Aguinaga rememora la cocina mexicana regional de su infancia
Tepic, Nayarit, MEXICO.- Si usted visita San Blas, en la costa nayarita, uno de los puertos más antiguos de México, se sorprenderá de que junto a los platillos típicos de la región como pescado zarandeado –ahumado originalmente con hojas de mangle, ahora prohibido y protegido- o ceviches en los que el pescado es raspado con tenedor para separarlo del esqueleto -y no en cuadritos o cubitos como en otros sitios-, figure el pan de plátano. ¿Por qué debería sorprenderse? Porque aunque el plátano es una de las frutas más abundantes en la zona, el pan de plátano que se expende en los pintorescos puestos formados con troncos y hojas de palma seca es una receta típica estadunidense.
También, junto al pan de plátano, podrá encontrar el de yaca. De hecho, en la actualidad, en todos los poblados costeros del estado se la ofrecerán fresca al margen de la carretera. Uno pensaría que, como en el plan de plátano, es un ingrediente tradicional del menú lugareño. Sólo que la yaca –una fruta también conocida como árbol del pan en otros lugares- no es una planta local sino que apenas hace unos cuantos años fue sembrada y cosechada exitosamente por las condiciones del suelo y clima de Nayarit.
La yaca, por cierto, es muy parecida a la guanábana, más popular desde hace siglos sobre todo en el sur del país, en donde puede degustarse en forma de nieve o dulce de platón.
¿Son, entonces, ingredientes o platillos de la cocina local? ¿Dónde –o cuándo- inicia o termina la cocina regional? Es fascinante observar cómo en unas cuantas décadas la cocina regional ha cambiado en México.
Durante los años 50, en los que todavía no eran comunes los camiones refrigerados, la comida en todo el país era completamente regional y por lo tanto, si uno quería comer en Chihuahua un platillo de Nayarit, por ejemplo, había que viajar al estado… y viceversa.
Por supuesto, en mi caso, eso no hacía más que añadir encanto a los viajes y ya fuera uno en automóvil, autobús o tren -que entonces había para beneplácito de quienes lo disfrutábamos-, a lo largo del camino el viajero se iba encontrando con ingredientes y platillos regionales que sólo allí podía degustar, ya fuera en la carretera como en las estaciones o bien en el autobús, que contrariamente a la actualidad, podía detenerse, sin previo aviso, en los más insólitos parajes.
Cuando yo era pequeño, en esa época, si mi papá tenía que ir al Distrito Federal, ya fuera por cuestiones de negocios, ya familiares, escogía la ruta según lo que le apetecía comer. El viaje, por supuesto, tardaba bastante más tiempo que lo normal –a veces varios días- y la experiencia se tornaba francamente emocionante, en la que lo que podía ser un aburrido y cansado viaje se convertía en toda una gira gastronómica: tortas ahogadas en Guadalajara; chicharrones y carne adobada en Tepatitlán; chongos en Zamora; fresas con crema en Irapuato; jamones y embutidos en San Juan del Río y así, hasta llegar a la capital del país, donde a su vez, podíamos disfrutar de tantos platillos o ingredientes que no existían en Nayarit: pizzas y espaguetis –estoy hablando de los años 50–, paellas y moles, pasteles y pays; gusanos de maguey, langostinos, turrones, castañas, dátiles, chabacanos secos y comidas con algo que me sorprendía por su exquisitez: ¡apio! Así pues, dependiendo de la época y lo que se encontrara en el mercado, regresábamos bien aprovisionados a Tepic, de cosas que allí no podían conseguirse y a veces ni siquiera se conocían.
Crecí, pues, acostumbrado a la comida regional. En Saltillo comíamos coyotas –las empanadas de piloncillo y nuez- como en Monterrey cabrito. En Guadalajara, además de las tortas mencionadas, birote –el pan de masa de levadura fermentada- como los lonches Gemma –una exquisita variante moderna de las típicas ahogadas- o la nieve de arrayán y en Puebla mole poblano como en Fresnillo arroz con leche (el más delicioso que he comido en mi vida). Podría hacer un mapa de México en el que en vez de ciudades, llevara platillos o ingredientes.
Y poco a poco todo comenzó a cambiar en el país, para bien y para mal, hasta llegar a la actualidad, en la que prácticamente puede conseguirse todo en todas partes y algo más: las importaciones de productos asiáticos, libaneses, rusos, españoles o tantos más que también han llegado a Nayarit y ahora, además de albahaca, berenjenas, champiñones, parmesano y por supuesto, apio, pueden encontrarse quesos daneses, aceites italianos, salsas chinas, anchoas españolas, palmito brasileño, salmón chileno, mantequilla de Nueva Zelandia, curry indio, café francés…. La sazón, esa sí, no siempre viaja y como los vinos, tampoco viaja bien.
Pero a veces, como por arte de magia, sí.
En una ocasión, en Nueva York, cenando en Zarela, una de las especialidades del día eran camarones rancheros. ¿Por qué los pedí, pudiendo probar otros platillos? No lo sé. O bueno, tal vez sí: Tenía varias semanas en Nueva York cenando allí con frecuencia, por lo que se me antojaba probar de todo. Los camarones llegaron a mi mesa, perfumados por el jitomate, ajo y comino y al primer bocado me sentí transportado a una playa desierta en la que en una modestísima palapa en la que por las tardes la marea subía hasta mojarnos los pies, su propietaria xxxxx solía servir el mismo platillo. He dicho el mismo platillo ¡y era exactamente el mismo sabor! En cada bocado, reviví la experiencia de aquella playa que entonces, por las tardes, quedaba dorada como si hubieran tirado diamantina sobre ella; de aguas tibias donde los peces brincaban al aire, las ballenas pasaban con sus crías y los delfines jugueteaban a lo lejos; donde las tardes de lluvia creaban maravillosos arcoiris y las almejas brotaban con sólo hacer un ligero agujero en la arena, repleta de conchas y caracoles. Recordé aquella playa de mi adolescencia donde prácticamente no había nada ni nadie que mi papá solía llamar su paraíso, y que hoy, urbanizada y sumamente popular, se ha convertido en Rincón de Guayabitos, en la que el progreso y comodidades han sido cambiadas por aquel dorado de la arena, conchas y caracoles y en la que por supuesto no existe ya aquella palapa.
Ciertamente, la cocina regional continúa existiendo, si bien cambiante, adaptada, integrada, a veces olvidada y redescubierta, y así como en San Blas un “gringo” hippie surfista dejara su huella en los años 60 al popularizar su receta del pan de plátano, Zarela, sin duda, ha dejado la suya en Nueva York, hasta donde ha llevado la cocina regional no sólo de mi país sino de mis recuerdos.
La pregunta de dónde o cuándo empieza y termina la cocina regional mexicana tal vez no tenga una respuesta precisa sino en nuestra memoria ¿y por qué no?, nuestros corazones.